A esas horas

No se escucha nada en el aeropuerto, sólo el traqueteo de los cajones de plástico en el control de seguridad. Esos instrumentos infernales que nos obligan a cargar a pares por viajar con portátil. Si te toca delante una señora de las que sabes que pitan seguro, llevan colgado al cuello un par de kilos de metales de diferentes aleaciones, sueltas los dos cajones en la cinta con dolor de brazos, deseando que el pitido aleatorio no te toque a ti, que no te obliguen a desatarte los zapatos de cordones que las últimas veinte veces no han pitado.

IMG_2052 A esas horas la gente no habla, son viajes individuales, solitarios y si no lo son, si te acompaña algún compañero, te ves con él en la puerta de embarque. No hay que perder ni un minuto del preciado descanso nocturno, se apura hasta el final. También porque a esas horas no apetece hablar, ni escuchar, apetece pensar, apetece preparar el día o las ideas para la reunión al final del viaje o pensar en el sueño del despegue, cuando el avión tira de ti hacia atrás pegándote contra el asiento, apoyas mejor la cabeza, cuando apagan las luces de la cabina.

Es una sensación rara coger el coche a esas horas, no hay ruido en las calles, apenas hay coches, en la radio no hay locutores y los que hay intentan despertarte a toda costa, cambias de emisora, a una de esas que no te gritan, que te ponen una cinta o te repiten el programa de hace unas horas. No hay atascos, siempre llegas mucho antes de lo que esperabas, los que te rodean van con un rumbo fijo, como autómatas con el mismo destino, luego no se acordarán de cómo han llegado al parking, ni de la plaza en la que han dejado el coche aparcado.

Si en vez de conducir como un robot coges un taxi rezas todo lo que sabes para que no te moleste el conductor, para que lleve poco más tiempo despierto y prefiera no hablar, que esa sensación también le invada y no te intente dar conversación, incluso que te deje en ese duerme-vela hasta el fin de la carrera. Rezas con todo tu ser porque el taxista no lleve toda la noche trabajando y te envuelva ese olor a rancio, a cerrado, aunque los hay que lo traen de casa, impregnado en la chaqueta de lana, en los pantalones de pana.

A esas horas no hay retrasos en el aeropuerto y cuando los hay son tan mínimos que el piloto acelerando un poco llega a tiempo a su destino. Las pocas veces que se cancela el vuelo, por niebla, por nieve…, nunca porque falte el avión, ha dormido en la misma ciudad que tú, no nos quejamos, no gritamos, no nos desesperamos, incluso se alegran de atrasar a otro día la reunión, la visita, se te abre un día libre, sin agenda, sin reuniones, sin tiempo para hacer todo lo que tienes pendiente. Nos miramos unos a otros con cara de resignación, con pinta de tenerlo todo controlado.

Si haces unos cuantos “a estas horas” en una semana llegas al viernes derrengado y sin arraigo a nada más que a la terminal del aeropuerto, a esa rubia que pone el mejor café de la T4 a la que tú conoces y a la que tú le suenas. Te conoces de memoria la revista del avión, no le prestas ni la menor atención. Te suenan las caras, tengo la teoría de que siempre somos más o menos los mismos invariables entre la gran multitud.

A estas horas, cuando a casi todo el mundo le parece que es media tarde y para ti noche bien avanzada, llevas ya más de 13 horas despierto, no te quedan fuerzas, aún así toca preparar la reunión de la siguiente visita, del siguiente viaje que con un poco de mala suerte te toca al día siguiente y la vida se repite.